Memento mori

¿Qué nos inflige más daño cuando acompañamos a alguien en su lecho de muerte? ¿El sufrimiento de aquél o la previsualización más explícita de nuestro inexorable final?

Ayer fui a ver a mi abuela al hospital y a acompañar a sus hijos: mi madre y mis tíos, en esos momentos tan duros de aflicción y pesar. Los médicos decían que no se podía hacer nada, que era cuestión de horas.

Lo primero fue saludar a mi tío, el cual me estrechó la mano pero yo, además de eso, me aproximé para darle un abrazo. Luego, otro abrazo a mi madre, otro a mis tías y finalmente a mi prima. Este último abrazo, no sé si por ser el último o por afecto sincero, fue el más largo de todos.

A mi manera, intenté darles un pequeño y cálido consuelo a todos. Lamentablemente, no soy el más indicado para estas situaciones pero hice lo que estaba en mi mano para ayudar. Espero que mis escuetas presencia y conversación les hubiesen aportado algo de calidez en una situación tan delicada.

87 inviernos, este fue el último.

El reto de la vida ha finalizado para ella, como lo hará para todos nosotros.

Desde que falleció mi abuelo su declive fue acrecentándose. Nunca superó ese duelo, y nadie se lo podemos reprochar.

Una vida longeva y quiero pensar que tranquila, al menos en su mayor parte.

Por caprichos del destino nuestra relación nunca fue la más predilecta. Cuando yo fui pequeño y después adolescente, ella formaba parte del séquito de adultos que controlaban y juzgaban todos mis movimientos, pero no como cualquier adulto cuida y vigila a cualquier niño, sino de maneras que aún a día de hoy considero enormemente enfermizas.

Mi madre había sido una joven rebelde y cabra loca, mi padre un hombre independiente y orgulloso. Desconozco qué más había detrás de todo aquello pero ha quedado claro que ninguno tenía cualidades favorables para la reputación intrafamiliar. Y me crearon a mí, con cualidades combinadas de ambos (rebelde, orgulloso e independiente) pero además, demasiado listo para mi corta edad; mi temprana crucifixión no se hizo esperar.

Una vez mi madre me contó que ella, su madre, se arrepentía de haber tenido hijos y que si pudiese volver atrás no los hubiera tenido. Quizá eso explique muchas cosas, como que sufrió mucho para tratar de educar a su progenie, o tal vez que no era completamente dueña de sus propias decisiones, supeditada siempre, más en aquella época, al qué dirán y a los deseos y voluntades del esposo.

Hace 6 años, aproximadamente, mi abuela vivió unos meses conmigo y mi madre en el piso de esta última, y yo me ofrecí para estar pendiente de ella cuando mi madre no estuviera en casa, principalmente para ayudarla a caminar hasta el baño y también para darle lo que necesitase. Una vez, mientras caminábamos lentamente por el pasillo de vuelta al salón y me agarraba el brazo para sostenerse, me dijo:

Ay, yo que pensaba que tú no eras tan responsable, hijo, cómo me equivoqué...

Definitivamente esas no fueron las palabras exactas, porque no las recuerdo bien, pero esa era la idea.

La imagen que tenía ella de mí, y probablemente muchos otros, era la de un joven desapegado, irresponsable, demasiado independiente, que iba a su bola y que pasaba de todo. Y tampoco es que estuvieran equivocados. La cuestión es: ¿cómo no iba a pasar de todo, si la convivencia con ellos era un sufrimiento constante? Honestamente, la verdad es que no me daban ningún motivo para permanecer en un lugar en el que la cotidianeidad del día a día era tan desagradable.

Aquel día, con aquella frase, entendí dos cosas. Una: confirmé mi tesis de que ella no había sido del todo dueña de sus propias decisiones y de que realmente se dejó llevar por lo que otros decían y pensaban sobre mí. Y dos: asumí que aquel comentario llevaba intrínseca una disculpa.

Me hubiese gustado hablar alguna vez con ella, sobre algún tema profundo, sobre qué opinaba sobre las cosas, sobre mí, sobre el mundo. Quién era y cuál era su historia. Pero en cierto sentido nuestro destino en común ya estaba escrito desde antes siquiera de que yo naciera.

Hay cosas que nunca hubieran podido ser.

Y a pesar de todo,


Q.E.P.D

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